17.09.2025 - 09:07h
Las víctimas, la población y el propio gobierno necesitan que cesen ya las hostilidades que unos pocos militares macabros están acometiendo contra una población civil, débil e indefensa.
La historia que precede a las Fuerzas Armadas en ese país es legendaria y heroica, con grandes acontecimientos que han marcado un hito en la historia y la conciencia de los ecuatoguineanos (3 de Agosto de 1979) y que, en ningún caso, debería verse socavada por particulares macabros que para desgracia del interés colectivo, portan el sagrado uniforme militar. Y que, sea por demencias o trastornos mentales, o más bien por alimentar erróneamente sus infundadas fantasías de dominadores y personas superiores, hacen uso de su condición y disfrute del material bélico (armas de fuego) para perpetrar atrocidades en contra de la población civil y entre compañeros de profesión.
Ésta situación, al principio concebida como casos aislados, se está viendo arraigada y ahora la difícil pregunta es cuándo, dónde y a quién le caerá la malasuerte. El modus operandi se dibuja similar en la mayoría de los casos. Pocos iluminados que -intuitivamente con patologías psíquicas y con problemas de autoestima- aprovechan las sesiones de guardia en las que obtienen un arma de fuego (generalmente Aka Fusil de asalto) para cometer homicidios contra personas con las que de alguna manera, consideran que están disgustadas o tienen algún litigio. Otro gravamen notorio es que también ocurren casos similares entre ellos mismos.
El ministerio de Defensa no debe permitir ni tolerar que las acciones deliberadas y repugnantes de tan sólo unos pocos sigan manchando la buena reputación y el honor de las Fuerzas Armadas.
La población aclama a gritos medidas mucho mas contundentes encaminadas principalmente a evitar que dichas atrocidades se cometan, y después, que los incurrentes consigan una condena ejemplar- en el Consejo de Guerra- y puedan servir de ejemplo.
El reciente caso ocurrido en Santa María III de Malabo, en el que un militar acabó con la vida de sus ex pareja asediandola unos cinco disparos, reabre profundamente el debate que siempre ha sido un secreto a voces: el perfil psicológico de muchos que portan armas de fuego. Las llevan a cualquier parte. Las exhiben entre civiles como trofeos personales. Pero ahora el debate es la facilidad de uso que dan de ellas a pesar de que su utilización se debe únicamente a una situación de peligro extremo y justificado.
A este suceso le proceden el de Ela Nguema con tres militares muertos (2022); un militar le pegó un tiro a un latinoamericano en Oyala (2013); otro le pegó un tiro a su compañero en Bata (2010); un disparo acabó con la vida de Constantino Ela Ondo de la mano de un agente de policía (Bata, 2010); la cabo de las FAS perdió la vida de la mano de su compañero sargento Luis Ndong Angue Mangue (2023); un militar acabó con la vida de dos de sus compañeros a bocajarro en un puesto de guardia en Mongomo (2015); el efectivo de las FAS, Martín Mitogo, perdió la vida por cinco disparos de la mano de su compañero Luciano Ndong Esu (Nsork 2023).
Tantos casos -y otros muchos sin citarse, deben marcar un punto de inflexión para reflexionar sobre el perfil psicológico de muchos intrusos que se enmiscuyen y se camuflan dentro de las entrañas de las nobles Fuerzas Armadas para acometer crímenes cobardes.
En un Estado que se caracteriza fundamentalmente por la Paz, como lo es el nuestro, no hay ni debe haber cabida para sanguijuelas cuyo fin es saciar sus deseos satánicos a costa de la vida de otros o seguir sembrando el terror entre una población pacífica y tranquila. En el plano del color político o ideología, sus actuaciones tampoco se sostienen con el lema «Hacer el bien y evitar el mal», procesada por la mayoría de ecuatoguineanos.
En definitiva, es hora de poner coto a una barbarie que socava la estabilidad y principios tanto democráticos, como morales.
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