07.11.2025 - 09:48h
En Guinea Ecuatorial, cuando se habla de delincuencia, el imaginario colectivo suele centrarse en los robos, los asaltos o los actos de violencia que afectan la seguridad ciudadana. Sin embargo, existe otra forma de crimen, ya también sobradamente conocida, más silenciosa, más refinada y, paradójicamente, mucho más destructiva: la de los delincuentes de guante blanco.
Estos actores no operan en la oscuridad de la calle, sino en la comodidad de los despachos, entre documentos sellados, reuniones privadas y acuerdos aparentemente legales. Son funcionarios, empresarios o políticos que, aprovechando su posición, manipulan las estructuras del Estado y los recursos públicos en beneficio propio. Su delito no deja heridas visibles, pero sí profundas cicatrices sociales: hospitales sin medicamentos, escuelas sin materiales, carreteras que se deterioran sin haber sido terminadas, y una juventud que empieza a frustrarse mientras el dinero se desvanece entre cuentas privadas.
Guinea Ecuatorial es un país bendecido con recursos naturales abundantes, especialmente el petróleo, que debería haber garantizado bienestar y desarrollo a todos los ciudadanos. Sin embargo, la realidad muestra un contraste doloroso: el Plan Anticorrupción pilotado por el Vicepresidente está vislumbrando ya muchas patrañas de una minoría privilegiada que disfruta de lujos y privilegios, mientras la mayoría enfrenta dificultades diarias para acceder a servicios básicos.
Esa desigualdad no es fruto del destino, sino de decisiones humanas. La corrupción y el abuso de poder han drenado durante años los fondos que debían invertirse en salud, educación e infraestructuras. Es el crimen más caro que puede cometer una nación contra sí misma, porque roba no solo dinero, sino futuro. Éstos, no solo han estado gozando de impunidad, sino para nuestra desgracia, son y han sido el modelo a seguir de la juventud. La buena nueva es que los calabozos de la Gendarmeria Nacional y la Cárcel Pública albergan ya a muchos de ellos, y todavía faltan más.
La corrupción como freno al desarrollo
El daño del crimen económico no se limita a las arcas del Estado. Cada desvío de fondos implica un proyecto inconcluso, una escuela sin maestros, una clínica sin medicamentos. Además, la corrupción desalienta la inversión, debilita la economía y destruye la credibilidad internacional del país. Ningún plan de desarrollo puede sostenerse sobre cimientos corroídos por el fraude y la impunidad.
Combatir este fenómeno no requiere únicamente nuevas leyes —que en muchos casos ya existen—, sino voluntad política y compromiso real. Las instituciones de control deben ser independientes y eficaces; la sociedad civil debe poder fiscalizar sin miedo (el nuevo portal de denuncias se perfila como un buen escaparate). La transparencia no es una amenaza para el Estado, sino su mejor defensa frente a la desconfianza ciudadana.
Un llamado a la conciencia nacional
La regeneración moral del país es tan urgente como la económica. No habrá progreso auténtico mientras el éxito se mida por la capacidad de enriquecerse a costa del bien común. Es hora de reivindicar los valores del servicio público, la honestidad y la rendición de cuentas. El Tribunal de Cuentas debe recoger el bastón de mando.
Porque ningún guante, por más blanco que sea, puede ocultar la mancha del delito.
Y mientras el crimen elegante siga impune, todos seremos víctimas de un robo mucho mayor: el del porvenir de nuestra nación.


