Dientes chiquitos como percebes secos

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En la nariz hay un timbre. El olfato avisa de quién llega y comunica quién se ha ido antes de que la cara asome tras la puerta del ascensor, de que el cerebro identifique la cadencia de los zapatos que repiquetean por el pasillo. El que chorrea AXE anuncia que hoy se lía. La adolescente empapuchada en un mejunje de vainilla y algodón de azúcar proclama que ya quiere ser sexy, que ya se dispone a ser un merenguito con una asombrosa capacidad para el microbaile coreografiado, un misterio dulce.

Por la montañosidad de la cara, quien sale del oculista con las pupilas dilatadas, ciega perdida, casi alucinando, identifica al pasar por sus puertas todas las marcas de Inditex. Se cuelan por la nariz y flashean en el cerebro chaquetas rosa fucsia, vaqueros rotos, sillones de lana bouclé. Según un estudio (¡un estudio!) publicado en Nature Communicationsuna milésima de segundo es suficiente para que los mamíferos reconozcan un olor.

El del tabaco a mí ya casi se me olvidaba. Antes, con un olisqueo a quien había fumado se me formaba en el entrecejo algo sucio y húmedo, como de polvo y ventanas cerradas, como ropa de deporte olvidada en el último armario del vestuario. Ahora, los años 90 y la primera década del siglo XXI han lanzado a la calle a niñas delgadísimas, disfrazadas de Christina Aguilera, con camisetas cortas y pantalones bajos, cejas finas y mechas gruesas, gafas estrechas y un cigarrito, o un vapeador de melocotón, en la mano.

Cuando me las cruzo se me electrocuta el cerebro. Sólo las fotos de Jenna Ortega con un pitillo en la boca han tenido en mí el mismo impacto que el de encontrar una radio de coche extraíble con un casete de Ella baila sola dentro. Decía Ana Laura Ortega en ABC, presidenta de la Sociedad Andaluza de Oncología Médica, que las mujeres jóvenes que fuman cada vez son más. Creen que, por edad, el riesgo de cáncer las esquiva. Total, ya habrá tiempo. Ya lo dejarán.

Lo que ahora no las rehúye es el pestazo. Y así ellas y los otros, los que ya estaban, los que llevan ya años con la foto de los pulmones carbonizados en el bolsillo trasero, los que levantaban la mano à la Barceló cada vez que en 2006 se topaban con el cartelito enmarcado que les recordaba que en los restaurantes ya no se podía fumar, engendran en las puertas de los bares una nubecilla de tufo que por ser casi invisible parece que no está, que el olor solo existe en la cabeza de quien lo huele.

Porque ellos, por norma, ya no lo detectan. Nariz y cerebro se ciegan ante la exposición olfativa recurrente. Pasados un par de minutos, hasta la pestilencia de una depuradora se acomoda al fondo de la garganta. A todo se hace una.

No hay quien devuelva un “sí” cuando un fumador pregunta ya enfilando las virutillas si te importa que fume un momento. No hay negativa posible. Una se encoge y se le queda el cuerpo tieso, envarado como cuando se encuentra al bebé recién nacido de una conocida. Qué le vas a decir sobre el humano que la ha roto en dos y que la despierta cada tres horas de noche para morderle el pecho. Que es monísimo, ideal, mira, si es que son tus cejas. Aunque tenga aún cara de pasa.

Cómo no vas a dejar que disfrute el fumador. Qué falta de consideración por el placer ajeno, tendrá que relajarse, si no fuma va a aprender a hacer escalada sin pasar por el rocódromo. Que fume, pobrecito, para una cosa que disfruta, que no se suba por las paredes.

Dirá por eso el gremio de la restauración, como lo hizo el barcelonés en otoño, que no existe la “demanda” de que no se fume en las terrazas, como proponía el gobierno catalán entonces y como ha hecho el ministro de Sanidad antes de que le disolvieran la cartera. Existe, pero quién se chiva al camarero, de acá para allá con sus yincanas de cerveza y tinto de verano entre los flotadores de las despedidas de soltera.

La Universidad de Sevilla, con sede en la antigua Fábrica de Tabacos, quiere rebanar el porcentaje de estudiantes fumadores y escribe Antonio Burgos que ya no hay cigarreras por Sevilla y que, aunque es por la salud de todos, sin ellas no existiría Carmen, de Bizet. Sin un cigarrito tampoco el cine americano del siglo XX estaría cuajado de ese misterio ligero, casi fantástico, de Clark GableJoan Crawford o Lauren Bacall. Los tres, por cierto, contratados por American Tobacco para que en la promoción de sus películas aseguraran que se limpiaban las cuerdas vocales fumando Lucky Strike. El humo, como la memoria, todo lo difumina.

También lo disuelve. En el fumador empedernido los dientes se van quedando chiquititos chiquititos, negros y marrones, como percebes secos, sonrisa de Gollum. Un secreto susurrado se convierte para el receptor en un test de apnea. El olor se le fija en la ropa, en el pelo, se adhiere en el estómago y en los pulmones, cociéndose, calentándose para escapar, convirtiendo el tubo digestivo en uno de escape.

No hay adicciones legalizadas que provoquen lo que la falta de tabaco. No se ven manos temblar por la calle por un ataque de abstinencia de Nutella, porque ha acabado Succession o porque se ha caído Instagram. No hay libertad si el buen humor y la calma deben invocarse con una caladita.

[Así ha conseguido Suecia ser el país de Europa con menos consumo de tabaco y cáncer de pulmón]

Incordia el señor que desborda su asiento del avión y conquista los dos reposabrazos e irrita la petarda que en el tren ve sin auriculares el vídeo que le han pasado por WhatsApp. El espacio que ocupamos no acaba donde lo hacen las uñas de los pies. Un cuerpo genera ruidos y olores y controlarlos es principio y colmo de la higiene social.

En las esquinas de algunas calles de Tokio, como Omotesando, algo así como Serrano o los Campos Elíseos, se forman colas larguísimas de personas con gesto aburrido y el brazo tieso. Para el occidental toda esa hilera que desaparece tras un cubículo translúcido está esperando el autobús. Pero si vuelve a mirar no encontrará ningún cartel de transporte público sobre sus cabezas. Y si se gira de nuevo verá que al final de esa mano tensa hay un cigarrillo. Los japoneses hacen cola para fumar fuera de la vista y de las narices de los otros.

Que la ropa huela a leña de otro hogar es un asunto que se queda mejor siempre en casa. Lo que hace que huela a calcetín húmedo mientras te comes un montadito al sol, también. O, al tiempo, en un cubículo japonés.