Los sondeos de opinión, sumados a los rumores actualmente en el país sitúan sostenidamente la falta de confianza de muchos ciudadanos en muchas entidades autónomas o empresas con participación del Estado. Esas dudas son al mismo tiempo merecidas y preocupantes. Merecidas, por el espectáculo de corrupción, impunidad, negligencia y conducta antidemocrática que se generan en ellas cotidianamente. Preocupantes, también, no por la suerte de gobernanza particular de quienes dirigen esas instituciones, sino porque evidencian que estamos ante una arena pública desierta de opciones.
Esos rechazos significan, evidentemente, que cuando el país necesita más estrategias y mecanismos, así como recursos para salir de la acuciante situación económica que lleva arrastrando ya más de diez años, –que tal vez nunca serán del todo satisfactorios para todos—, no existe voluntad absoluta de que los recursos que se generan y deberían generar esas empresas, sean gestionados de manera transparente. La lista de ejemplos es interminable: Ceiba Intercontinental, SEGESA, INSESO, etc., los casos de desvío masivo de fondos en ellas se cuentan amargamente. Otro es el caso de entidades inoperantes como SONAPESCA y otras.
Pero hay otro aspecto de esta indignación de la población que implica un mensaje muy oscuro para la economía ecuatoguineana. Y este es que a estas alturas sus dirigentes parecen prescindir enteramente de toda inquietud sobre su valoración y prestigio entre la población. Lo cual se traduce, naturalmente, en el hecho de que no parecen reconocer ningún freno para la ejecución de sus propósitos macabros y dañinos para el interés de todos.
En un sistema democrático relativamente saludable la indignación ciudadana opera como la última línea de defensa del Estado de Derecho y de las instituciones, una vez que los controles estrictamente políticos y jurídicos están siendo sorteados. En la Guinea Ecuatorial de hoy, el plan anticorrupción adoptado por el ejecutivo, debería endurecer aún más su rol y adoptar medidas más severas para cualquiera que siga haciendo de los fondos netamente públicos, su festín personal y particular.
Nos estamos acercando a una situación en la que la impunidad, la corrupción y el descrédito a las instituciones tienden a presentarse como normales. El abismo de la desaprobación de esas entidades paraestatales puede significar para sus dirigentes, paradójicamente, una ventaja: una señal de que son independientes de la valoración de sus ciudadanos. Ese es un punto –el de la hegemonía de la impunidad, el de la gobernanza y transparencia en la gestión del dinero público como norma o como fatalidad– que la sociedad ecuatoguineana debe evitar cruzar.